Después de 50 años de la Declaración Universal, sigue habiendo una enorme distancia entre lo declarado y lo efectivamente realizado. El indigno espectáculo de la explotación laboral de la infancia, la falta de oportunidades educativas y el daño moral y social que ello conlleva son signos evidentes de este diagnóstico, especialmente en los países más pobres. Es urgente impulsar todo tipo de proyectos encaminados a garantizar el derecho de todos a la educación. Educar en valores constitucionales (paz, tolerancia...) es otro factor decisivo en esa dirección. Se proponen algunas reflexiones acerca de la promoción de una cultura y de una política de los derechos humanos en su dimensión universalista. En definitiva, si la economía ha logrado su globalización porque hay muchos intereses que se encargan de ello, lo que necesitamos ahora es una globalización de la solidaridad y de la fraternidad
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